Apuntes de una investigación en curso

05.03.2024

    El viejo gitano alzó un flaco dedo índice de su mano temblorosa, lanzó un escupitajo al suelo y, antes de exhalar por última vez, dijo: 

    —Que no quede hijo de esta tierra. 

    Habiendo echado la maldición, garabateó algo en un trozo de papel, lo dobló con cuidado por la mitad y luego metió en una pequeña caja de roble que sostenía sobre el regazo. Puso además un lazo negro quemado hasta la mitad, un manojo de pétalos de hibisco y tres monedas de plata. 

    Le susurró algo en romaní a un adolescente que se encontraba junto a él, y el muchacho salió presuroso con la caja bajo un brazo. Sollozando en silencio, corrió la cortina de la choza y se perdió de vista casi enseguida. 

    Lo cierto es que nadie conoce la historia en su totalidad, y varios aspectos importantes aún son objeto de discusión. El relato, transmitido oralmente, pasó por el tamiz generacional perdiendo importantes detalles y precisiones histórico-demográficas. Se sabe que el evento ocurrió a mediados del S. XVIII, en un pequeño poblado (hoy desaparecido) de Bucovina, región rumano-ucraniana muy próxima a los montes Cárpatos. El mismo se sostenía, en gran medida, por la actividad agrícola y ganadera. 

    El viejo alcanzó a vivir, como mucho, unos pocos días después de aquel primer suceso, narrado originalmente por el que se presume era su nieto o sobrino. Fue enterrado, además, cerca de la choza en la que ambos vivían. 

    La mayor parte de las fuentes coinciden en que la ola de muertes comenzó casi dos años después de la muerte del viejo. Se desconocen a ciencia cierta las razones que lo llevaron a adoptar tan drástica postura, aunque se sospecha que pudo haberse tratado de un último acto de venganza contra viejas enemistades que mantenía. En cualquier caso, el horror se desató de un día para el otro. No hubo eclipses, terremotos ni trompetas en el cielo. Cuando la inexperta joven que oficiaba de partera alzó al pequeño cadáver violáceo, que colgaba entre sus manos como un inerte muñeco de trapo, la madre gritó hasta perder el conocimiento. Sus horrorosas sospechas se habían materializado: la ausencia absoluta de movimientos fetales adquiría ahora un significado concreto, tangible. Al recuperar la conciencia lo tomó entre sus brazos y lloró hasta perder la voz y las lágrimas. El niño estaba frío, y pese a que intentaron reanimarlo durante un largo rato, los esfuerzos no dieron resultado. Con el transcurso de los minutos, además, la rigidez cadavérica se volvía cada vez más evidente. 

    En cuestión de unos pocos meses, la tasa bruta de natalidad se desplomó al cero por ciento. Se desconoce cuál fue el último niño que nació con vida; de hecho, todavía se analizan documentos de época para intentar determinarlo. Como la capilla que administraba el libro de actas con los nacimientos y las defunciones fue vandalizada varias décadas después, la tarea para los académicos se ha vuelto sumamente dificultosa, y son muchas más las interrogantes que las certezas. 

    A partir de este punto, ninguna criatura volvió a nacer viva. La enorme mayoría de las muertes se producían por abortos espontáneos, y se descubrió que casi un tercio de todas las madres perdió la vida durante o inmediatamente después del parto. Los que sobrevivían hasta encontrarse fuera del útero, solían presentar espantosas deformidades que les provocaban un sufrimiento breve pero innecesario. Se hablaba, por ejemplo, de niños con un solo ojo (hecho que, observado bajo la lupa de la medicina moderna, podría tratarse de ciclopía), niños sin el encéfalo o con el mismo muy poco desarrollado y a veces expuesto (anencefalia), extremidades malformadas o directamente ausentes, y anomalías genéticas de cualquier índole que no hacían más que provocar horror en los padres y padecimiento en los pobres infantes. 

    Con el tiempo, se comenzó a señalar al occiso y su nieto (o sobrino). Creyeron que acabando con el joven detendrían el cruel e inexorable destino que ya estaban viviendo en carne propia, pero no fue así. El chico confesó (bajo tortura, afirma el relato) haber enterrado en un valle cercano algo que le habían entregado, y que ya ni siquiera recordaba el lugar exacto en el que había cavado el agujero. Luego de interrogarlo durante algunas horas, los vecinos tapiaron la precaria choza con el joven dentro, para posteriormente prenderla fuego. El joven gritó e imploró, pero sus ruegos fueron desoídos. Cuando las súplicas se convirtieron en gemidos y sollozos incomprensibles, dos hombres procedieron a desenterrar los pocos huesos que aún se conservaban en la tumba del viejo y, sin vacilar un instante, los arrojaron a la pira ardiente. 


    Gran parte de la gente huyó con el transcurso de los meses. Al finalizar el primer año, la población se redujo a la mitad. Se iban con lo puesto, confiados en que cambiando de pueblo también cambiarían su destino. Muchas madres perecían de repente junto a sus hijos por infecciones generalizadas, que surgían de repente y mataban igual de rápido. 

    También se tiene registro de algunos suicidios, sobre todo entre hombres jóvenes. Como consecuencia de todas estas circunstancias, la población no sólo se redujo sino que también envejeció drásticamente. Familias enteras murieron al tratar de atravesar los Cárpatos en pleno invierno, buscando refugio en el extranjero o en pueblos vecinos. Se estima que el último habitante fue un peregrino escocés que habitó allí con su familia durante algún tiempo. Fue el último en fallecer y, según afirma el relato, murió allí mismo durante el primer cuarto del S. XIX, entre 1818 y 1819. 

    La hipótesis más aceptada plantea que se trató de un caso extremo de histeria colectiva (tal y como ocurrió en Estrasburgo en 1518, cuando un brote coreomaníaco hizo bailar hasta la muerte a varios pobladores en el noreste de Francia). 

    El joven que enterró la caja pudo habérselo dicho a alguien (o quizás lo vieron enterrándola, algo también plausible), y ese otro individuo haber sembrado la semilla del pánico en el resto del pueblo, lo cual no hizo más que provocar graves malestares y crisis nerviosas que tuvieron devastadoras consecuencias para las encintas y los niños que se desarrollaban en sus vientres. 

    Sea como sea, esa teoría tiene huecos insalvables. No logra explicar, por ejemplo, que no se tenga registro del nacimiento de ningún otro niño sano, ni siquiera uno. El pueblo no logró recomponerse jamás, y acabó desapareciendo. 

    Hace algunos años se confirmó el hallazgo de la caja por parte de un obrero, que tropezó con un extremo desenterrado mientras se construían los cimientos de una torre eléctrica. Se sabe también que faltaba una de las tres monedas de plata, pese a que permanecieron enterradas por más de un siglo. 

    A día de hoy la caja se expone en el Museo Municipal de Bucarest, bajo una gran cúpula de vidrio blindado. Frente a esta, un escueto cartel reza: 

    "Se ruega al público mantener la distancia". 


    Andrés Apikian

    Montevideo, febrero de 2024

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