La campana 

30.09.2017

   

   El cañón del revólver .357 que Ronnie Fischer sostenía sobre su sien se sentía helado al contacto con la piel. No tenía demasiadas alternativas. O se disparaba allí mismo, o guardaba el arma y volvía a su salón. Debía actuar rápido.

   Segundos después de haberse acomodado sobre el asiento del inodoro, alguien abrió la puerta principal del baño. Fischer, nervioso, ocultó el revólver y permaneció inmóvil. Un paso, dos, tres, acercándose cada vez más a la delgada puerta de su cubículo.

   «Van a descubrirme», pensó con horror. No podía permitirlo.

   Los pasos continuaron hasta el fondo del pequeño pasillo. Contuvo la respiración y levantó los pies del suelo.

   Al sonido del repiqueteo de la orina sobre la losa le siguió el del cierre de un pantalón. Volvieron a escucharse los pasos, esta vez en dirección contraria. La puerta se cerró de golpe, y el silencio se apoderó nuevamente del lugar.

   Con una fuerte exhalación liberó el aire en sus pulmones. Sacó el revólver y lo apoyó sobre sus muslos. Hacía ya veinte minutos que se encontraba fuera de clase, por lo que vio muy probable el hecho de que enviaran a alguien en su búsqueda.

    Millones de ideas inundaban su mente, pero ninguna parecía tener el más mínimo sentido. Desde un principio se planteó cortarse las venas. Descartó la opción cuando se dio cuenta de que, si lo hacía de forma incorrecta, quedaría con unas cicatrices monstruosas por el resto de su vida. Por supuesto, ese no era su objetivo. ¿Saltar desde un lugar con la altura suficiente? De sólo pensarlo se le erizaba la piel. Ni hablar.

   ¿Qué tal sobredosis? No tenía drogas a su alcance, y lo más potente que su padre consumía eran laxantes.

   Aquella era la manera más eficaz de acabar con todo. Rápido y sin dolor: estaría muerto antes de oír el disparo.

   El sudor frío le bañaba el rostro. Se limpió la frente con el dorso de una mano temblorosa y apretó los puños con furia, clavándose las uñas en las palmas.

   Billings era la persona más despreciable que él hubiera conocido jamás. Un auténtico hijo de puta.

   La semana anterior, en un hecho que sus preceptores calificaron de "riña estudiantil" (algo absurdo, ya que esto implicaba que ambas partes estaban dispuestas a pelear), Anthony Billings le había propinado un increíble derechazo en la mejilla.

   El enorme hematoma había recorrido una peculiar gama de colores en el transcurso de los días. Comenzó como una inocente mancha rosada, la cual le dio paso a un azul cadavérico, finalizando en un amarillo verdoso de aspecto hinchado y supurante.

   Su calvario había aumentado de forma casi exponencial en las últimas semanas. Necesitaba una señal como la del día anterior, cuando había intentado volarse la cabeza al pie de su cama.

   Su padre aún estaba trabajando. En la televisión del comedor emitían un documental sobre el panda rojo, en el que explicaban cómo afectaba la caza indiscriminada a esta población de exóticos animales.

   Abrió la ruidosa y desvencijada puerta del garaje y observó hacia la oscuridad. Palpó la pared hasta alcanzar el interruptor, iluminando así el aire denso y polvoriento. Rodeó la vieja Volvo y se dirigió a la parte trasera, donde había una tapa de cemento con un pequeño orificio, justo bajo el paragolpes. Introdujo su dedo índice allí y la levantó. Una llave brilló resplandeciente, como una moneda recién acuñada.

   El candado del baúl se abrió sin dificultad. Alrededor de quince armas, entre rifles, pistolas y escopetas, descansaban sobre el fondo cubierto con paño grueso. Sin hurgar demasiado sacó un revólver compacto, el cual poseía un cañón que no superaba los cinco centímetros de largo.

   Sólo restaba cargarlo. La munición estaba almacenada en un lugar aparte, por cuestiones de seguridad. Dejó todo en su sitio y apagó la luz, cerrando la puerta tras de sí.

   Subió las escaleras a toda velocidad, haciendo crujir la madera bajo sus pies. Tomó una silla, la colocó frente a una gran repisa colmada de adornos y se paró sobre el asiento. Comenzó a tantear la parte superior, buscando la caja que contenía los cartuchos correspondientes al calibre del arma, que ya había acomodado en su cinturón.

   Diez minutos más tarde Ronald se encontraba encerrado en su habitación, vestido con unos simples calzoncillos. Amartilló el revólver y se introdujo el cañón en la boca, apuntándolo hacia el paladar. Había llegado el momento. Su dedo, sin un atisbo de temblor, hizo retroceder el gatillo poco a poco.

   Un sonido estridente inundó el lugar.

   El timbre.

   Alguien había tocado el maldito timbre.

   Desesperado, metió el arma en el cajón de la mesa de luz y se enterró bajo las sábanas.

   A esperar.

   De pronto, otro timbre sonó. No podía determinar si el sonido provenía de su cabeza o si, en efecto, formaba parte de la realidad. Era lejano, monótono.

   El recreo.

   Allí comprendió todo. La señal que tanto necesitaba.

   «Salvado por la campana», pensó.

   Era libre. Se levantó de un salto del inodoro y salió del baño, guardando el revólver en el bolsillo. Luces brillantes danzaban frente a sus ojos.

   Atravesó el corredor principal a toda prisa, completamente ajeno a las expresiones confusas que intercambiaban sus compañeros. Necesitaba hacer las paces, de una vez por todas.

   —¡Qué gusto verte, Anthony! —dijo mientras le guiñaba un ojo.

   Le apuntó a la cabeza, y con una siniestra sonrisa dibujada en el rostro, comenzó a disparar.

Andrés Apikian

Montevideo, septiembre de 2017