Mal tiempo

16.01.2022

INTRODUCCIÓN

   La imaginación es un arma de doble filo. Amiga inseparable del artista, del inventor, del que gusta de la innovación, es siempre evocada bajo la mirada optimista del público, que alienta y estima su constante desarrollo.

   Pocos parecen aceptar (o incluso darse cuenta) que cuando hablamos de la imaginación no todo son ventajas, ni todas sus facetas son beneficiosas. ¿Qué tienen para decir entonces los atormentados, los perseguidos, aquellos que saben muy bien el destino que tarde o temprano sufrirán? ¿Qué diría Damiens, si acaso reviviera, respecto de las horas previas a su brutal ejecución? ¿Qué dirían otros tantos, que a lo largo de la historia han corrido una suerte semejante? ¿No son también los temerosos y los enfermos del celo, víctimas de su propia capacidad imaginativa?

   Imaginar es proyectar en la mente algo novedoso, que puede o no ser el producto de ideas ya conocidas. Imaginamos el pasado, el presente y el futuro; imaginamos cosas que nos agradan o que, muy por el contrario, aborrecemos.

   La imaginación, junto con el lenguaje, es lo que nos define como seres humanos. Cabe, en este punto, plantearse si dicha imaginación es un tipo particular de lenguaje, uno que agrupa a varios tipos de distinta naturaleza. Yo opino que sí. Podemos formar e la mente palabras o combinaciones de éstas, abstracciones numéricas, sonidos, lugares, rostros y eventos de toda clase. Algunas de estas representaciones solo tienen lugar en nuestra imaginación; terreno que ha sido aprovechado con amplia diferencia por las distintas manifestaciones que adquiere el arte, el cual ha materializado mejor que ningún otro campo de la actividad humana lo que los hombres figuran en sus mentes.

   Las artes visuales, en este sentido, llevan la delantera con respecto a la literatura: logran mostrar aquellos aspectos de la imaginación que no se pueden decir. Esto era resaltado por Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus cuando escribía, en uno de sus tantos aforismos, que "lo que puede ser mostrado, no puede ser dicho" (4.1212).

   Damos por evocadas aquí las limitaciones del lenguaje verbal. Yo, por mi parte, considero que la literatura no debe (ni necesita) mostrar nada: no está en su esencia y nunca lo estará. Mostrar también es excluir: puedo imaginarme cómo es determinado personaje literario, y luego decepcionarme al verlo en su adaptación fílmica (incluso aunque el director haya seguido a pies juntillas las descripciones que brindó el autor). Simplemente no es la persona que imaginábamos.

   En la literatura, el papel de la imaginación es crucial: nos impele a ella. Estamos obligados a imaginar. Es del todo imposible leer un cuento o una novela sin representarse nada de lo que allí sucede. Lo visual, en cambio, ha sido ya representado por otro: un proceso similar a ingerir alimento masticado.

   Stephen King afirma, en uno de sus numerosos libros, que "la descripción arranca en la imaginación del escritor, pero debería acabar en la del lector. A la hora de conseguirlo tiene mucha más suerte el escritor que el cineasta, condenado eternamente a enseñar demasiado... incluido, en nueve casos de cada diez, la cremallera de la espalda del monstruo" (Mientras escribo, p. 192).

   ¿Cómo logro mostrar los sentimientos y cavilaciones más profundas de un personaje, si no es a través de, por ejemplo, la introducción de un monólogo interior? No son suficientes las caras tristes y la música melodramática. ¿Cómo muestro un color que nunca nadie ha visto antes? ¿Cómo represento visualmente una realidad que solo puede comprenderse a través de las palabras?

   La imaginación, reitero, no tiene límites definidos. Puede mostrar y también puede decir. Es una fuerza constructora y destructora; artífice de máquinas y dispositivos que devuelven la vida o la arrebatan en un instante. Decidir cómo utilizarla es y será siempre nuestra responsabilidad.

   Recomiendo encarecidamente la lectura del microrrelato "Montañeros" de Óscar Sipán, pero solo después de haber terminado este cuento. No sobrepasa las cuatro líneas y, sin embargo, capta de manera brillante aquello que quise representar aquí. Me hubiese gustado decir que me inspiré en él, pero lo cierto es que lo descubrí ya bien avanzada la trama de lo que yo estaba escribiendo. Puede encontrarse en Google con suma facilidad. Lo incluiría con gusto entre los epígrafes, pero acabaría dando pistas sobre el argumento de lo que se narrará a continuación.

   Durante un buen tiempo no supe cómo continuar este relato. Un sorpresivo golpe del destino me obligó a volver sobre lo que había escrito hasta el momento, y de allí surgió un nuevo sentido que terminó agradándome más que el anterior.

   El dolor, como tantas otras cosas, no se puede mostrar. Como sí se puede decir, escribí esta historia.



Cuando el espíritu se desvanece

Aparece la forma.

"Arte", Charles Bukowski

Pero ¿cómo es posible que persista esto en tu memoria? ¿Qué ves aún en las tinieblas del pasado y en el abismo del tiempo?

La tempestad (escena II)

William Shakespeare



   El timbre sonó a las tres en punto. El hombre alzó la vista de la anticuada portátil Dell, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó de la silla playera. En aquella tarde lluviosa el aire parecía haberse vuelto más denso, y todo evento del mundo exterior transcurría en una especie de torpe cámara lenta. Se detuvo un momento frente a la ventana y vio que un perro cruzaba de una acera a la otra, buscando refugio bajo el alero de un almacén.

   Los automóviles discurrían con lentitud a través de la encharcada avenida, que algunos peatones intentaban cruzar sin empaparse. El timbre volvió a sonar, obstinado. Sus largos chillidos daban cuenta de la impaciencia del dedo que lo presionaba.

   —¡Voy! ¡Ya voy!

   El hombre alcanzó la puerta, quitó el pasador y abrió. Se mantuvo aferrado al picaporte, sin comprender muy bien qué había cambiado en el rostro de la persona que tenía delante. Era consciente de que él, a lo largo de los años, había envejecido más de lo que esperaba (y deseaba). Sin embargo, la joven que se encontraba ante él parecía no haberlo hecho en lo absoluto.

   Permaneció de pie en el umbral de la puerta durante algunos segundos, mirando por encima del hombro de la muchacha. Sobre el horizonte, nubarrones aún más oscuros amenazaban con aproximarse.

   —¿Tanto te gusta el mal tiempo?

   El hombre tardó en reaccionar. La chica no sabía a ciencia cierta si no la había oído o, en cambio, la estaba ignorando.

   —Me distraje viendo algo. Vamos adentro.

   Cedió el paso a la joven y, acto seguido, cerró la puerta con el talón. De inmediato regresó a la silla playera, que emitía un chirrido lastimero cada vez que alguien se dejaba caer en ella. Tomó el montón de hojas en blanco que descansaban sobre la mesa y las apartó. Uno podía tener buenas ideas, pero de nada servía si era incapaz de plasmarlas en ellas. La chica, sentada frente a él, lo observaba con curiosidad: la expresión de un entomólogo que acaba de descubrir un bicho nuevo.

   —¿Quieres tomar algo? —preguntó él—. Tengo agua mineral y Coca-Cola.

   La muchacha se encogió de hombros.

   —Coca-Cola, supongo.

   Dicho esto, el hombre se volvió a levantar. Sirvió la bebida en sendos vasos, que luego llevó hasta la mesa. El refresco tenía muy poca efervescencia, pero la chica lo bebió sin chistar. Por lo menos estaba frío. Entretanto, se dedicó a recorrer la habitación con la mirada. A un lado pendía un lienzo impreso, imitación del Retrato de Giovanni Alnorfini y su esposa, de Jan van Eyck. Jamás lo había visto antes. Le pareció extraño, quizás algo inquietante. Los rostros aparecían graves y solemnes, carentes de cualquier atisbo de alegría. Además, ambos iban descalzos. Las sandalias, de una forma un tanto curiosa, descansaban junto a un pequeño perro color castaño.

   Su mirada se desvió del cuadro por un momento, clavándose casi de forma involuntaria en la fisonomía del hombre que tenía enfrente. Estaba viejo. No demasiado, pero sí lo suficiente como para generarle una incómoda extrañeza. Se había dejado la barba, estaba un poco enclenque y de su abdomen asomaba una incipiente barriga cervecera.

   —¿Sigues escribiendo? —le preguntó sin pensarlo demasiado.

   —Bueno, sigo intentándolo. Muchas veces el camino se me hace cuesta arriba —respondió él.

   —¿Por qué?

   —Porque no es lo mismo pensar en escribir que sentarse a hacerlo de una vez por todas. Además, tampoco soy muy imaginativo.

   —No te creo. No existen los escritores sin imaginación.

   —Por supuesto que existen. Tienes uno a medio metro.

   Compartieron una sonrisa cómplice y, por lo menos durante un buen rato, pasaron por alto la perplejidad que ambos sentían pero que ninguno manifestaba.

   Mientras el hombre hurgaba en un cajón de su escritorio, la chica volvió a centrar su atención en las reproducciones que adornaban la pared. Observaba ahora la Flagelación de Cristo, de Piero della Francesca. Este también la inquietaba, aunque no de la manera en que lo había hecho el anterior. Notó que la pintura se componía mediante una cantidad significativa de líneas rectas, lo cual enrarecía el efecto de la profundidad y desentonaba además con la estética de los personajes allí plasmados.

   Hacia la derecha y casi en primer plano, tres hombres parecían tramar una conjura. Estaban apartados del resto; no deseaban que nadie husmeara en su confabulación. Cristo, ubicado más al fondo, es azotado con crueldad por dos soldados romanos. Otros dos sujetos observan de cerca la tortura: uno de pie, el otro sentado.

   El cuadro de al lado le resultó aún más impactante: se trataba de Juana de Arco en la hoguera, de Jules Eugène Lenepveu. Aquel era, sin duda, el más crudo de la terna. Juana de Arco, vestida con una túnica blanca y amarrada con fuerza a una robusta estaca, eleva la mirada al cielo mientras sostiene el crucifijo que le alza un sacerdote, el cual apunta hacia arriba con el dedo índice de la otra mano: le da a entender así que implore el perdón de Dios.

   La condenaban por hereje, aunque ninguno de sus acusadores fue capaz de fundamentar (al menos de manera razonable) las afirmaciones que la inculpaban. Juana de Arco murió quemada en la hoguera, rezando. Invocaba al Arcángel Miguel y a Jesucristo mientras era consumida por las llamas. Una vez el cuerpo quedó reducido a cenizas, sus ejecutores las arrojaron al Río Sena. Tenía solo diecinueve años.

   La joven reflexionó en silencio mientras sorbía el resto del refresco. El hombre, por su parte, estaba sentado frente a la portátil sin moverse ni pronunciar palabra alguna. Tenía la vista clavada en el suelo. Con un gesto distraído, tomó el vaso y apuró la bebida hasta acabarla. Parecía estar pensando muy profundamente en algo; algo que intentaba expresar sin saber cómo.

   Ella lo examinaba con taimado desconcierto, sin saber muy bien qué decir. Se puso de pie, caminó hasta la ventana y allí aprovechó para arreglarse la falda. El agua impactaba contra el cristal en rítmicos golpeteos, y luego resbalaba hasta caer por el alféizar.

   El vendaval inclinaba todos los árboles hacia un mismo lado, haciéndolos crepitar. Algunas palmeras lejanas torcían sus hojas de una manera que le resultó muy cómica, y que le trajo a la mente la imagen de una vieja esmirriada que ha sido sorprendida por un huracán al salir de la peluquería, arruinándole su cabellera recién peinada.

   Algunos transeúntes corrían de aquí para allá con sus paraguas; a uno de ellos lo venció la fuerza del viento y la endeble estructura de aluminio se volvió hacia arriba, alzando al cielo sus numerosos brazos metálicos. El dueño, sin vacilar un instante, arrojó el maltrecho artefacto a un lado y corrió hasta hallar resguardo bajo un toldo.

   La chica contemplaba la escena con una leve sonrisa en el rostro. Siempre había algo de jocosidad en la desgracia ajena. Como si el destino estuviese confirmándolo, observa casi al mismo tiempo cómo la hoja húmeda de un diario vuela hasta quedar adherida a la pantorrilla de una mujer que camina por la misma vereda. Esta, asqueada, agita la pierna hasta despegarla y enseguida la aleja de un puntapié. Evita por poco un gran charco de agua lodosa, y pronto se aleja hasta desaparecer.

   Un momento después, dos adolescentes pasan corriendo mientras ríen a carcajadas. Uno de ellos es preocupantemente delgado. La chica cree que, aún empapado hasta los huesos, el muchacho no sobrepasa los cuarenta y cinco kilos.

   El hombre no advertía aún el interés de la joven por lo que esta veía a través de la ventana. Se gestaba en su mente una duda, tan extraña y confusa que ni siquiera se sentía capaz de hallar las palabras necesarias para formularla con exactitud. Una duda aberrante, que hacía correr por todo su cuerpo un escalofrío inexplicable.

   No sin cierta inseguridad hizo el esfuerzo de comprender la naturaleza de su propio pensamiento, organizándolo como a las piezas de un complejo rompecabezas. No le preocupaba tanto la pregunta que tenía rondando en su cabeza desde que la joven cruzó su puerta, sino más bien la urgente necesidad de expresarla en voz alta. Temía que, de un momento para el otro, aquella amorfa e intimidante duda saliese de su boca en contra de su voluntad y se asentase en el mundo real, donde ya no sería capaz de dominarla.

   La muchacha dio media vuelta y regresó a su silla. La lluvia había amainado un poco, pero el viento continuaba soplando con la misma tenacidad. Sacó un pequeño espejo de su cartera, lo abrió y verificó que su delineado permaneciese tal y como lo había trazado antes de salir. Se tocó cuidadosamente una pestaña y, al ver que todo estaba en orden, volvió a dejarlo en su sitio.

   Al notar que su nerviosismo sólo iba en aumento, el hombre decidió romper el silencio:

   —Es una sorpresa volver a verte después de tanto tiempo.

   La chica sonrió con ternura; una ternura dulce y reconfortante. El hombre temió desmayarse: era algo que creía no ver desde hace siglos y que, para su desgracia, apenas recordaba. Tuvo que aferrarse a los brazos de la silla para no perder la compostura.

   —También lo es para mí —declaró ella—. Siendo franca, incluso me ha costado reconocerte al entrar.

   El hombre rió con la cabeza gacha. Sí, estaba viejo. Él lo sabía, y su espejo se lo confirmaba: el tiempo era inexorable.

   —Supuse que eso ocurriría. Veo que tú, por el contrario, no has cambiado nada.

   La muchacha puso un codo sobre la mesa y luego apoyó los nudillos contra su sien. Desde esta posición vislumbraba el cielo tormentoso y las innumerables gotas que impactaban en los cristales.

   —Es cierto —dijo sin volverse. Era tan bella de perfil como de frente. El hombre creyó que, si la miraba mucho tiempo más, acabaría perdiendo el juicio—. Supongo que es el destino quien dispone el lugar de cada uno.

   Él asentía lentamente, reflexionando el silencio. La duda permanecía allí, sirviendo de fondo al intrincado mosaico de sus cavilaciones. Era intensa como un río embravecido; tanto que estremecía su espíritu como lo hace el viento con los árboles que ve a través de la ventana. Lo abruma más de lo que lo inquieta. Sabe que su formulación es sencilla, pero aun así no logra hallar las palabras adecuadas. Lo piensa un instante y se corrige: sí, sabe a la perfección qué palabras debe utilizar. Lo que no encuentra aún es el momento oportuno para pronunciarlas. Tampoco es algo que desee hacer, pero mantenerse callado solo empeorará su situación. Era, en cierto sentido, como la náusea que antecede al vómito: un impulso desagradable que sólo conducirá al alivio si es ejecutado de una vez por todas.

   El hombre se obligó a cambiar de tema. La tensión en su cuerpo era evidente; tan así que la silla crujía sin cesar bajo sus generosas posaderas. La chica estuvo a punto de lanzar una carcajada cuando lo vio intentar acomodarse en el asiento durante varios minutos sin éxito alguno; parecía como si alguien le hubiese colocado un hormiguero justo en el lugar donde él pretendía sentarse.

   Y es que el hombre, que se debatía entre el pánico y la incredulidad, no sabía ya cómo reanudar la conversación. Fue ella quien, tras apartar la mirada de lo que ocurría más allá de la ventana, le preguntó:

   —¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años?

   El hombre resopló. Era imposible enumerarlo todo.

   —Pregúntame lo contrario: qué no ha sido —sentenció. Su semblante se tornaba ahora taciturno—. Terminé mis estudios universitarios y comencé a trabajar. Trabajé demasiado, en tantos lugares que he perdido ya la cuenta. Hice de todo para poder subsistir. Luego me casé y tuve dos hijas. Cinco años después nuestro matrimonio se vino a pique y, al poco tiempo, recibí los papeles del divorcio. Nunca dejé de escribir. Cuando me empezó a ir lo suficientemente bien en lo que hacía, renuncié a mi trabajo y me dediqué a la escritura a tiempo completo. Publiqué varias novelas y compilaciones de cuentos. Recibí cuatro premios nacionales, tres regionales y uno internacional.

   Hizo una pausa para reflexionar. Luego, prosiguió:

   —Viajé bastante. Dormí en incontables sitios, desde hoteles cinco estrellas hasta paradores de mala muerte. Me metí en vicios que supe abandonar a tiempo; otros los arrastro hasta hoy en día. Tuve muchos amigos y aun más enemigos. Di charlas y conferencias, algunas de ellas multitudinarias. Disfruté de todo, a mi manera.

   La chica lo observaba con atención. Sus ojos, negros como el azabache, refulgían al oírlo hablar. Quiso interrumpirlo en varias ocasiones, pero al final se contuvo.

   El hombre, todavía cabizbajo, fue asaltado de pronto por una súbita intriga:

   —¿Qué hizo que volvieras? ¿Por qué ahora, por qué hoy? —preguntó de repente.

   La muchacha se lo pensó un buen rato. No creía ser capaz de responder a todas sus interrogantes.

   —No lo sé, simplemente vine —dijo—. Supuse que estarías escribiendo, y creí que mi presencia podría llegar a ser de utilidad en algún punto.

   —Ni siquiera he comenzado. ¿Quién te hizo creer eso?

   La chica se encogió de hombros.

   —Solo estoy segura de que tengo la razón.

   El hombre se veía cada vez más confundido, no solo porque sus dudas no habían sido respondidas, sino porque ahora se multiplicaban. Ingresó, casi de manera inconsciente, al procesador de textos de su computadora. Ella sonrió, como si hubiese adivinado aquel gesto sin ninguna dificultad. A él se le puso la piel de gallina. Creía haber agotado todas sus opciones.

   —Cuéntame, entonces —comenzó a decir con voz temblorosa—, qué ha sido de la tuya.

   —No ocurrió demasiado —respondió ella—. Recuerda que aún soy muy joven. He hecho más bien poco comparado contigo.

   —Pero... ¿cuántos años tienes? —preguntó él, cada vez más alterado.

   —Veinte recién cumplidos.

   No podía ser posible. De ninguna manera.

   Lo invadió una angustiosa sensación de irrealidad, y tuvo que obligarse a contener un grito. Cuando la conoció, él tenía apenas un año más que ella. Deseó que fuese una horrible broma, pero sus ojos le confirmaban lo contrario.

   Entre oleadas de densa amargura, finalmente encontró las palabras adecuadas. O el valor de pronunciarlas. Ya no importaba. La pregunta conclusiva, aquella después de la cual no habría más nada que decir, salió de su boca sin prisa:

   —¿Desde hace cuánto?

   —Desde hace treinta y dos años.

   El hombre se levantó de un salto. Pasó junto a ella y se quedó parado junto a la ventana, observando el diluvio en completo estupor. Al tiempo que ve a un anciano desplazándose con un gran paraguas amarillo, se pregunta cómo pudo haber sido tan tonto. Tuvo que haberlo sospechado desde un principio, cuando permitió pasar a aquella muchacha de rostro tan familiar que aparecía ante su puerta en un día de lluvia torrencial y que, sin embargo, se encontraba seca como el polvo, llevando nada más que lo puesto.

   Rompe a llorar en silencio, y en algún punto se da cuenta de que ha anochecido y que la habitación, por tanto, está sumida en la penumbra. Enciende el interruptor y se queda apoyado en la pared, contemplando la casa vacía. Al cabo de un rato, vuelve a sentarse ante su portátil con el procesador de textos aún abierto. Observa la silla que está del otro lado de la mesa, y llega a la conclusión de que ya no la necesita.

   Quizás la venda algún día. Quizás.

   Con un nudo en la garganta y en el corazón, comienza a escribir: "El timbre sonó a las tres en punto. El hombre alzó la vista de la anticuada portátil Dell, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó de la silla playera. En aquella tarde lluviosa..."

   Andrés Apikian

   Montevideo, diciembre de 2021

— Antología de Relatos —
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