Un beso de despedida

"Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio".
El rayo de luna, Gustavo Adolfo Bécquer
El bosque Saint Eden es reconocido, entre muchas otras cosas, por su majestuosidad. Su misticismo.
Ha sido protagonista de historias de la más diversa índole, siendo el común denominador entre todas ellas la fantasía y la tragedia. Ningún suceso acontecido allí ha acabado positivamente para nadie que alguna vez se haya aventurado a explorarlo en profundidad.
Yo no he sido la excepción, pero eso es algo que me dedicaré a relatar más adelante. Ahora detengámonos por un momento en los detalles, que espero logren contextualizar de manera adecuada mi situación.
Dicho bosque se encuentra a once kilómetros del lugar donde resido, una amplísima campiña que he dedicado al cultivo de hortalizas y la cría de ganado. Intenté dejar este sitio en más de una ocasión, tratando de vivir en la ciudad por pequeñas temporadas. Nunca he logrado adaptarme, por lo que todos mis intentos de convertirme en citadino han resultado, en cierto modo, infructuosos.
Sin más rodeos, prosigamos: Saint Eden se destaca por la increíble variedad y belleza de su flora. Podría incluso afirmar que ha sido extraído de un cuento de hadas infantil. Sus árboles, la gran mayoría caducifolios (aunque también es posible encontrar algunas especies de coníferas, si se busca con paciencia), emanan un aura que maravilla y, a la vez, aterra.
La fauna es muy diversa, aunque muchos de los animales deben emigrar o hibernar durante el crudo invierno, por lo que a veces, viéndolo desde fuera, puede parecer un lugar inhabitable para cualquier forma de vida.
En su centro se ubica una laguna, de casi quinientos metros de diámetro y dos de profundidad, que se congela por completo a mediados de enero. El agua es tan limpia y pura que podría uno pararse sobre su superficie y divisar, sin dificultad alguna, el fondo marino cubierto de algas y elodeas petrificadas.
Sobre sus orillas he presenciado, hace ya más de setenta y cinco años, el fenómeno más asombroso y aterrador que mis ojos han visto jamás.
En aquel momento tenía yo dieciséis años. Era joven, audaz, y, por sobre todas las cosas, ingenuo. Movido más por osadía que por simple curiosidad decidí internarme en el bosque junto a Aaron y Eddy, dos viejos y queridos amigos de mi juventud.
Aaron era un año menor que yo. Lo conocí en la iglesia, durante una de las reuniones a las que asistía todos los domingos, junto con mis padres. Solíamos jugar en el estacionamiento delantero, cuando la ceremonia finalizaba y los devotos se disgregaban para saludarse.
Era rubio, de cabello corto y lacio. Sus ojos, azules como el lapislázuli, iluminaban su sonriente y alegre rostro infantil.
Comenzamos juntos la primaria, y en el tercer año conocimos a Eddy. Para su desgracia, Eddy era el estereotípico niño obeso, tímido y marginado del salón. Asumo que su vida cambió de forma radical cuando nos conoció, quizás porque en nosotros veía un refugio. Personas en las cuales podía confiar. Ahora, después de tantos años, experimento en carne propia la soledad que él sintió cuando era sólo un niño.
Llegar hasta allí fue una tarea sencilla: habíamos acordado reunirnos en el patio trasero del colegio, fuera del horario de clase. Este era el punto más cercano al extremo norte del bosque, a unos dos kilómetros de distancia. Con la excusa de que pasaríamos la tarde viendo películas en el cine municipal, partimos.
Nos internamos con las bicicletas en la arboleda de pinos de la cara noroccidental, ya que el tramo comprendido desde allí hacia la laguna era de apenas novecientos metros. El plan era simple, nos quedaríamos hasta bien entrado el anochecer. Nuestros padres se molestarían, pero era un precio muy bajo a cambio de pertenecer a la reducida lista de jóvenes que se habían atrevido a entrar en aquel lugar.
Y luego, se lo contaríamos a todos. El rumor correría como el agua: íbamos a ser el centro de atención asegurado durante una larga temporada.
Nada más lejos de la realidad.
Estuvimos un buen rato sentados sobre una gran roca cercana a la laguna, sin notar ningún movimiento inusual.
—Nos quedaremos aquí hasta las ocho, una hora más tarde de la que nos han ordenado regresar. Si notamos algo extraño, lo que sea, volamos de aquí. ¿Entendido? —propuse.
—Sí —dijo Eddy—. Me parece bien.
—Estoy de acuerdo —respondió Aaron.
Así fue. Pasamos la tarde contando chistes, persiguiéndonos entre los arbustos y haciendo sapitos sobre la superficie del agua. Nada ocurría. Además, la oscuridad ya era casi absoluta. Habíamos hecho algunas grabaciones y fotografías, por lo que contábamos con pruebas. Nos creerían. Encendimos las linternas y poco a poco comenzamos a avanzar entre la maleza, alejándonos del lugar.
Recorrimos un trayecto de poco más de diez metros cuando, de un momento para el otro, todo a nuestro alrededor se iluminó tal y como lo estaría a plena luz del día. Sin pensarlo dos veces, dimos media vuelta: el resplandor provenía de la laguna. Una silueta se desplazaba con parsimonia entre los juncos.
—¿Qué es eso? ¿Qué carajos es eso? —gritó Aaron.
—¡Vámonos! ¡Ya! —bramé.
Eddy continuaba de espaldas a nosotros. Parecía no estar enterado de nada. Regresé para saber qué le ocurría, y lo que vi me heló la sangre. Reía eufóricamente con los ojos vueltos hacia arriba y la entrepierna empapada. Me apartó de un manotazo, que me hizo caer sentado sobre el césped húmedo. El resplandor lo envolvió en su totalidad y lo arrastró hacia el agua. Sus chillidos taladraban mis tímpanos.
Mientras corríamos, volteé la cabeza para observar si aún seguía allí. En ese preciso instante, dos hechos ocurrieron casi al mismo tiempo: los chapoteos y alaridos enloquecidos de nuestro amigo se detuvieron en seco, como si alguien le hubiera rebanado la garganta. Y cuando hubo silencio, Aaron cayó fulminado al suelo, presa de un violento ataque epiléptico. Se agitaba como un pez recién salido del agua, y de su boca abierta brotaba espuma mezclada con coágulos de sangre. Me arrodillé junto a él y le aparté un gran mechón rubio del rostro.
Su cuerpo fue relajándose poco a poco, pero la hemorragia persistía. Levantó un dedo y señaló mi bicicleta, la cual estaba volcada sobre la hierba a pocos metros de distancia. Sus vidriosos ojos se centraron en mí por última vez. Tosió, balbuceó una oración incomprensible y dejó escapar su último aliento.
Me levanté de un salto y corrí como nunca antes lo había hecho. Mientras pedaleaba, lloré con desesperación. Miré hacia atrás varias veces, pero fue en vano. Tanto el cuerpo de Aaron como la silueta luminosa habían desaparecido.
De todo esto ha pasado ya mucho tiempo.
Una tarde, el mismo ser regresó de la forma más inesperada. Y se llevó consigo a toda mi familia.
Teníamos dos niñas pequeñas, Jasmine, de cinco años, y Judy, de dos. Eran idénticas a su madre. La mujer que todo hombre hubiera deseado tener. Según los peritajes, pudieron haberse encandilado por culpa de un automóvil que venía de frente. El vehículo en el que viajaban se salió de la carretera, cayó por un despeñadero y explotó. Las tres murieron al instante.
Pero sospecho que no ha sido un automóvil.
Ha sido eso.
Eso, que desde hace media hora está intentando derribar mi puerta.
Me he levantado de la silla para sacar una cerveza del refrigerador. Cada vez golpea con más fuerza.
Su resplandor se filtra por debajo e ilumina toda la habitación. Tengo la escopeta de caza a mi lado, pero no creo que me sirva de mucho.
Pronto tirará la puerta abajo, así que ya no queda mucho tiempo: a todas las personas que puedan estar leyendo esto, les ruego que bajo ninguna circunstancia se detengan en el bosque, mucho menos por la noche. Si viajan en algún vehículo, sigan de largo hacia el este. El paisaje que verán será inigualable. Lo prometo. Pero por nada del mundo se acerquen a ese lugar.
Cada tanto algún incauto desaparece en sus alrededores. La policía encuentra zapatos resecos y podridos a causa de la lluvia o anteojos cubiertos de barro, pero jamás a las personas.
Terminaré de beber mi cerveza y lo esperaré sentado en el sillón. Ya ha roto gran parte de la cerradura. Unos cuantos golpes más y acabará cediendo. Espero, con todo mi corazón, que alguien encuentre estos papeles.
Vuelve para acabar lo que empezó setenta y cinco años atrás.
Y reclama, por supuesto, su beso de despedida.
Andrés Apikian
Montevideo, junio de 2018